Apuntes sobre su vida
El fundador de nuestra Familia religiosa es Fray Luis Amigó y Ferrer, Ofmcap.
Nació el 17 de octubre de 1854 en Massamagrell (Valencia – España) y a lo largo de sus casi 80 años, vivió momentos delicados de la historia de España. Fue probado por la muerte prematura de sus padres durante su niñez, cultivó hondamente su vida cristiana y se comprometió con algunos grupos que le permitían hacer un camino de fe y dedicarse a obras de misericordia, como visitar a los enfermos del Hospital de Valencia y los presos de la cárcel; entre estos grupos mencionamos la Tercera Orden Franciscana Seglar que marcó profundamente su vida.
La llamada a una vida consagrada se iba manifestando con creciente claridad a lo largo de su juventud y, debido a que, en aquellos años, en España se había suprimido toda presencia religiosa, en 1874 viajó a Bayona (Francia) y vistió el hábito en el convento capuchino donde se habían refugiado los hermanos españoles al ser obligados a salir de su patria y, al año siguiente, hizo su profesión religiosa. Tres años más tarde, formó parte del primer grupo de Capuchinos que regresaba a España, para restaurar aquí la Orden. En 1879, fue ordenado sacerdote y empezó a desarrollar su ministerio con entusiasmo y creatividad, al estilo y en los ámbitos más típicos de la vida capuchina: predicación, confesiones, apostolado con los jóvenes y seglares de la Orden Tercera y en los lugares de sufrimiento como son las cárceles y los hospitales. Esto lo puso en contacto con muchas personas y, en cierto sentido, lo encaminó hacia el proyecto que Dios tenía sobre él como Fundador.
El encuentro con personas deseosas de una vida de “mayor perfección” le inspiró la fundación de una Congregación de religiosas y en la celda de su convento de Massamagrell, empezó a escribir unas Constituciones reflejando en ella la espiritualidad franciscano-capuchina que él mismo vivía con ilusión. Bien pronto, Dios puso en su camino a unas mujeres que querían vivirlas y, cumplidos los trámites canónicos requeridos, el 11 de mayo de 1885, en el Santuario de Nuestra Señora de Montiel (Valencia – España), nació en la Iglesia la Congregación de Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia. Su Fundador, tenía 30 años de edad, pero era un hombre de Dios, capaz de orientar y acompañar el camino de la naciente congregación con humilde sabiduría, fortaleza de espíritu, confianza en la Providencia y visión de futuro.
En 1889, proyectando su especial sensibilidad para los jóvenes en situación de riesgo o ya “desviados del camino del bien”, el Padre Luis fundó la Congregación de Religiosos Terciarios Capuchinos de Nuestra Señora de los Dolores, cuyo servicio apostólico, a diferencia del de las Hermanas que estaba abierto a diversos campos, se dirigía de una forma más específica a la educación y reeducación de niños y jóvenes con problemas de conducta.
En 1907, el Padre Luis Amigó fue nombrado obispo y desde entonces, hasta su fallecimiento, acompañó el camino de las Diócesis españolas de Solsona (Lérida) y Segorbe (Castellón), destacándose por su interés e iniciativas en favor de la familia y las clases sociales más frágiles, obreras y campesinas, y por su celo en promover y poner en práctica la doctrina social de la Iglesia y formar en la fe y moral cristianas.
Falleció en Godella (Valencia – España) el 30 de septiembre de 1934 y sus restos reposan en la capilla de nuestra Casa Madre en Massamagrell (Valencia – España).
Los teólogos que analizaron toda la documentación relativa a su Proceso de Beatificación, subrayaron “la perfecta rectitud de su vida y su permanente progreso en las virtudes y en la unión con Dios, ascendiendo el arduo sendero de la santidad, compaginando los dones de su naturaleza y la gracia divina. Valoraron la manera admirable con que conjugó su ser capuchino, fundador y obispo, afirmando que “su mensaje constituye un llamado reverberante para la época que estamos viviendo, no solamente para el clero y los religiosos, sino para todo el pueblo de Dios”.
El 13 de junio de 1992 lo declararon “Venerable”. Para su beatificación se necesita un milagro atribuible a su intercesión.
Su ser carismático
El Padre Luis Amigó y Ferrer, fue sin duda un hombre habitado por el Espíritu. Entre los muchos rasgos que así lo demuestran, destacamos algunos:
La infancia y primera juventud de José María Amigó y Ferrer, probadas por el sufrimiento, dejaron en él la “marca” de la misericordia de Dios, del “salir” de sí mismo para ver las necesidades del prójimo.
Luis Amigó, un hombre de oración, colgado de la mano de Dios, confiando siempre en la providencia divina. Un hombre agradecido, viendo en todo la voluntad del Señor en su vida.
Un hombre afectuoso, cercano, con sentido del humor, sereno, de una gran fortaleza, con una sensibilidad fuera de lo común que le llevaba a respetar, apreciar y valorar profundamente a las personas.
Un hombre que mira, escucha la realidad, se deja afectar por ella y discierne la mejor manera de responder con creatividad, a la necesidad, a los signos de los tiempos, siempre “para mayor gloria de Dios”, que es el bien de la persona.
Un hombre apasionado, misericordioso y compasivo ante el sufrimiento, la muerte, el desamparo… resolutivo, arriesgado, con visión de futuro, mirando siempre hacia adelante, apoyado en la fuerza de haber entregado la vida al Señor, al servicio de los más débiles.
Un hombre con capacidad de ilusionar, entusiasmar y comprometer a muchas personas en el seguimiento de Jesús.
Un hombre que mostró el perdón y la paz como signos de la vida evangélica y franciscana.
Luis Amigó fue un capuchino obediente, pero enérgico; un religioso sencillo, viviendo en minoridad y fraternidad; un padre amoroso, como fundador de sus dos congregaciones; un pastor vigilante y entregado como obispo en las diócesis donde fue asignado, hasta el final de sus días.
La Introducción a su Autobiografía, escrita por Mons. Javier Lauzurica, quien fuera su gran amigo, recoge un bello retrato de nuestro Fundador: “El fondo de su ser, la paz; su vestidura, la humildad. Fue su vida correr manso de un río, sin declives pronunciados ni desbordamientos que rebasan el cauce. A su paso florecieron las flores de toda virtud: la caridad, la pobreza, la humildad, la obediencia, la austeridad, el sacrificio… La bondad de su hermosa alma se le irradiaba en la sonrisa, que iluminaba su rostro; sonrisa que ni la muerte pudo borrar. Poseyó, como pocos, el raro don de una vida inalterablemente serena, sin relieves, sin deslumbramientos, callada en la superficie pura de profundo cauce espiritual…